EDICIÓN 131 REVISTA KINETOSCOPIO

Un siglo de vampiros en el cine

 

Dentelladas en el cuello del cinéfilo

 

Se antoja apropiado empezar este editorial con la definición de lo que son estos personajes, según lo refiere una película. En Vampyr (1932), del maestro Carl Theodor Dreyer, el protagonista, Allan Grey, lee el libro La extraña historia de los vampiros (Die Seltsame Geschichte der Vampyre), de Paul Bonnat, en el que se afirma que “Los cuentos de muchos tiempos y tierras hablan de terribles demonios llamados vampiros. Son cuerpos y almas de muertos cuyos terribles hechos en vida se niegan a darles reposo en la tumba. Bajo la brillante luz de la luna llena, salían de sus tumbas para succionar la sangre de niños y jóvenes, para así prolongar su sombría existencia. El Príncipe de las Tinieblas es su aliado y les presta un sobrenatural poder entre los vivos y los muertos. Por la noche, estas criaturas surgidas del abismo abordan las entrañas de la vida, donde siembran la muerte y la decadencia”. Advertidos estábamos, y desde el principio, pues Vampyr es probablemente apenas la tercera película sobre un tema recurrente en la literatura desde el siglo XIX –y desde mucho antes en el imaginario de las leyendas europeas–.

En realidad no pasaron muchos años tras la aparición del cine para que este fuera, literalmente, vampirizado por estos seres. “Al fin sabemos, desde los Lumière, para qué sirven los vampiros. Hacía falta un terror superior, un mito –y Drácula es el último gran mito escrito– para que el hombre y su imagen pudieran habitar la misma dramaturgia, el mismo espacio trágico. Con Drácula aprendemos que la eternidad tiene un precio”, escribe el crítico de cine Philippe Azoury. No le falta razón. La primera función pública del cinematógrafo la hicieron los hermanos Lumière en 1895 y la primera edición de Drácula de Bram Stoker apareció en 1897. En ambos casos se trató de la síntesis de diversos aportes –ópticos y mecánicos por un lado; literarios y del folclor, por el otro– que confluyeron en productos de rápida popularidad.

Lo que seguía era unirlos, fusionarlos en un solo lenguaje, pese a que el cine requería de la luz y los vampiros de la oscuridad: en esa contradicción iban a encontrarse. La primera adaptación –no autorizada– de Drácula fue Nosferatu (1922) del maestro F.W. Murnau. Este filme fue un cruce de caminos entre el expresionismo alemán, el pesimismo germano de la postguerra y el ocultismo que profesaba el productor del filme, Albin Grau. Nosferatu no solo es una película hija de su época, es un mito en sí misma: desde de la identidad de su protagonista, del que se sospechaba era un vampiro, hasta los mensajes ocultistas que traía inserta su inquietante puesta en escena.

Como Florence Stoker, la viuda del autor de Drácula, por poco logra que todas las copias de Nosferatu fuesen destruidas, Universal y el productor Carl Laemmle Jr. se aseguraron de comprar los derechos de la novela para la primera versión que Hollywood haría, protagonizada por el húngaro Bela Lugosi y dirigida por Tod Browning, que prefirió ceñirse –antes que a la novela– a la versión teatral de Drácula que se había estrenado en 1927. El vampiro llegaba al cine norteamericano y desde ahí su larga sombra –renovada cada tanto– sigue asustándonos y sorprendiéndonos. Es inmortal, como el cine mismo, y podrán constatarlo al leer este dossier que hemos preparado para ustedes. Bienvenidos.

 

–El editor